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DAMAS DE ANTAÑO
Así las describe el caballeroso turista Pointel y así quiere grabarlas mi pluma en la imaginación del lector, y como de nada serviría una simple descripción física, estudiaremos su idiosincracia a través de algunos ejemplos que denotan sus principales rasgos de carácter.
ROSITA CAMPUZANO:
LA PROTECTORA
Se debe al inmortal Ricardo Palma autor de «Las Tradiciones Peruanas», el conocimiento que tenemos de nuestra compatriota la hermosa guayaquileña Rosita Campuzano, bautizada por la maledicencia limeña con el remoquete de «La Protectora», por ser amante del General José de San Martín, «Protector» del Perú y Libertador de Argentina y Chile.
Palma la conoció de joven hacia 1847 cuando ella era cincuentona, caminaba apoyada en una muleta de madera y vivía en extrema pobreza en unas habitaciones ubicadas en los altos del edificio de la Biblioteca Nacional de Lima, que se las había cedido el ilustre Director Dr. Francisco de Paula Vigil, casi por misericordia. En su juventud nadie había ayudado más que Rosita Campuzano a la causa libertadora, prestando valiosos servicios a la futura república peruana. Prueba de ello fue que el propio San Martín, siempre parco y meticuloso, incapaz de escandalizar a la sociedad como lo haría después Bolívar, se rindió a las evidencias y cuando fundó la Orden del Sol por decreto del 11 de enero de 1822 la designó Caballeresa, colocándola a igual nivel que las más encopetadas matronas de la época y otorgándole una banda roja y blanca, con la siguiente leyenda bordada en letras doradas: «Al patriotismo de las más sensibles».
A más de Rosita solo tres ecuatorianas alcanzaron tan alta presea: Manuelita Sáenz, la libertadora del Libertador; Mercedes Decima-Villa, que acompañó a su esposo de Almirante Juan lllingworth en el sitio naval de El Callao y María Aguirre Abad, esposa del doctor Francisco Marcos, Vice Presidente de la Gran Colombia en 1826. Bien por Guayaquil que dio tres caballeresas de las cuatro.
INICIA SUS AVENTURAS
Según se cree, porque nada hay probado en la vida de nuestra paisana, Rosita comenzó a correr el mundo de solo 19 años de edad en 1817, yéndo a Lima del brazo de un español cincuentón. En 1818 ya estaba más avispadita y cambió al peninsular por otro de más copete, el general Domingo Tristan, que la presentó a mucha gente de viso y la instaló en una lujosa mansión de la calle de San Marcelo, sitio de concurrencia obligada de lo mejorcito del intelecto y de la juventud de la ciudad virryenal.
Uno de los más interesados en ella fue el cuencano José de Lamar y Cortázar a la sazón segundo después del Virrey en el gobierno español en Perú; pero como Rosita era patriota, logró convencerlo de las ventajas del nuevo régimen que se avecinaba con la presencia de San Martín en el sur y al fin se salió con la suya y Lamar y Tristán se cambiaron al campo patriota.
Varios autores afirman que Rosita también se entendía con el Virrey La Serna y que algunos planes militares pasaron por ella a conocimiento de los patriotas que acampaban en Huaura. Luego cambió a sus anteriores amantes por el apuesto General Tomás Heres, Jefe del Batallón Numancia, logrando que Heres y 900 soldados se hicieran patriotas, con lo que el régimen español quedó herido de muerte. ¡Repámpanos! ¡Qué mujer y encima guayaca por los cuatro costados! ¿Qué es de nuestro municipio que no le ha levantado una estatua?.
CONQUISTA A SAN MARTIN
Desde 1821 puede decirse que la Campuzano es amante de San Martín, por ese año la noticia se regó en todas las calles y plazas de Lima a pesar de que jamás se los veía juntos. Ella tampoco daba qué hablar a la gente pues guardaba su sitial detrás del héroe y a su sombra. Lamentablemente San Martín no tuvo la vena romántica y salvaje que caracteriza a los seres apasionados y a los pocos meses, de una pasión que fue sol y llamas solo quedaba rescoldo y cenizas; Rosita siguió su camino, condecorada, bella y patriota, pero su hora mejor había pasado.
Palma nos cuenta que por 1860 falleció pobre en Lima, ayudada con pensión mensual que le fijó el Congreso Nacional del Perú en premio a los servicios prestados en la independencia. Se le conoce un solo hijo llamado Alejandro Weniger Campuzano, que falleció joven y soltero a consecuencia de heridas en una batalla de las muchas que hubo en el Perú durante el siglo pasado.
EL ENCANTO DE VINCES ANTIGUO
Yo no soy de por aquí,
yo soy de barranco blanco;
enciendo la tierra buena,
la misma yuca arranco…
El Licenciado Isidro de Veinza y Mora, Clérigo de Ordenes Menores, era muy afecto a predicar la doctrina cristiana entre los indígenas de la cuenca del Guayas allá por los lejanos días de 1694, cuando la Provincia de Guayaquil contaba con doctrinas y parcialidades. El Licenciado estuvo entre los propietarios agrícolas que desviaron el cauce del Río Baba para formar el Estero que llamó de San Lorenzo, donde se inició un pueblo conocido como VINCES, por deformación del apellido Veinza.
Del Padre Veinza se cuenta que habiendo enceguecido a causa de una nube que le impedía captar la luz, se hacía conducir de pueblo en pueblo, por un lazarillo, dando sermones y confesando a todo pecador arrepentido. Eran los días en que los sacerdotes andaban tan escasos que la llegada de uno era motivo de bautizos, comuniones, confesiones y confirmaciones sin cuento. Y qué decir de las misas de difunto, letanías y rosarios. Hasta las cuarenta horas que hoy nos parecen tan comunes eran materia de privilegio para determinadas ciudades, por lo que en materia de ritos mucho hemos ganado con el paso de los siglos.
Un buen día llegó a Daule nuestro buen padre y allí quedó algún tiempo; mas, una mañana, cuando recitaba sus oraciones en la sacristía de la Iglesia, fue informado de la existencia de unos restos apolillados del que había sido un hermosísimo «Cristo del Descendimiento» y que para evitar la profanación yacían quemados y tirados en una trastienda, entonces sintió de pronto una súbita inspiración y pidió que lo llevaran al sitio, agachándose á tocar los restos del Cristo chamuscado y fue tal el empeño que puso que sintió que sus ojos quedaban libres de las nubes que los empañaban, que se desprendieron de golpe, permitiéndole recobrar la vista.
Imaginen la alegría del buen predicador al poder contemplar de nuevo las cosas de la vida y cuánta no sería su gratitud para con imágen tan milagrosa, que mandó a Guayaquil a restaurar, instalándola en Daule con gran aparato y lujo … ¡Que teniendo cuello y mangas, todo trapito es camisa! Como dice el poeta. Ese es el origen histórico del Cristo Negro o Señor de los Milagros, que hasta hoy se venera en la tierra del tabaco, los mangos y las naranjas.
VINCES
Cabalgando entre huertas todo un día
llegué. Vinces famosa, a tu ribera
y al verla tan florida y hechicera
dejé escapar un grito de alegría.
Lozana, cual la gaya primavera
y era entonces lozana la edad mía,
brillabas cautivante, parecía
que un paraíso, tu áureo suelo fuera.
Juré bajo tus palmas, dulce ensueño,
en otras tierras divulgar tu encanto
con patrio amor y júbilo infinito;
y al cumplir, tarde, el juvenil empeño
diciendo voy que no ponderan tanto
los que te dicen un edén chiquito.
Víctor Manuel Rendón
Vinces, febrero 22 de 1928
CUANDO FUE «PARÍS CHIQUITO»
A principios de siglo y en la época de la pepa de oro, cuando los agricultores de la costa ni siquiera tenían que darse el trabajo de sembrar el cacao, sino únicamente cosecharlo. Vinces era el centro de una extensa zona, emporio de riquezas de nuestro litoral.
Mas, como todo pasa, vino por la década de los años 10 el hongo de la monilla y la peste de la Escoba de la Bruja que acabó con las huertas de toda la comarca, finalizando una época de esplendor y derroche que aún se observa en los artesonados techos de sus casas antiguas y en las molduras de puertas y ventanas, todas finamente talladas, con cielos falsos de aluminio pintado, que simulan complicados arabescos de colores.
En las calles vinceñas se andaba de saco y pantalón de fino dril blanco, la tostada y el bastón eran infaltables y cuando los vecinos se saludaban lo hacían en francés y con modales muy aseñorados. Aún se conservan en la Biblioteca Municipal de Vinces numerosos tomos de fina encuademación, de ediciones francesas famosas, producto de generosas donaciones. Incluso los amorfinos montubios eran delicados y sutiles; todo el embrujo del campo vinceño se reflejaba en ellos. Aquí van algunos:
Fragantísimo alelí
le cuento lo que me pasa;
el día que vaya a su casa
no haga desprecio de mí.
San Jacinto de Balzar,
San Lorenzo del Estero,
mi zamba tiene un lunar,
en los dientes delanteros
Ya mi sombrero está viejo
ya no puedo enamorar,
porque las muchachas dicen;
este mozo, ¿qué va a dar?
Por esta calle me voy
Y por la otra doy la vuelta
la muchacha que me quiere
me tenga la puerta abierta
Nunca en mi vida había visto
lo que vi esta mañana;
un gallinazo en la torre
repicando las campanas.
Malhaya quien dijo amor
pudiendo decir veneno;
malhaya quien se enamora
de prenda que tenga dueño.
Que oscura que está la noche
qué lejos está el camino,
y como te quiero tanto,
a todo me determino.
EL CONDE MENDOZA
El más famoso vinceño de esa época y uno de los personajes célebres del folclore costeño, Felipe Mendoza Coello, vivió a lo grande en Guayaquil y Europa.
En realidad el título de Conde no le pertenecía por abolengo, pero los millones que tenía y gastaba, pronto le dieron la fama de tal
¡Vaya una bicoca
para hacer boca!
Tenía dos canoas inmensas con capacidad para cargar 1.000 quintales de cacao y lo hacían cada 15 días. «Angelina» y «Canoa Grande» no se cansaban de venir al puerto cargaditas hasta el tope desde las haciendas «San José» y «Cañafístula». Canoa Grande se hundió un día en Samborondón porque el piloto Merchán la metió en una revesa haciendo que perdiera algunos cientos de quintales. El pobre salió mal parado del asunto, porque habiendo caído al agua por un golpe de timón, como estaba sudado le dio congestión; que generó en tisis galopante y él también se «hundió».
LOS CARNAVALES DEL «OLMEDO»
Era costumbre que el ultimo día de carnaval se retiraran los asientos de la platea del antiguo teatro «Olmedo» quedando una pista de baile magnífica. Las más adineradas familias compraban los palcos y se bailaba tango a la moda de París y de Hollywood.
El más diestro bailarín era Germán Lince Sotomayor que sabía pasos de fantasía; inaugurando el baile del «Olmedo» como pareja de Rachel de Mendoza, que toda alhajada lucía garbo y apostura.
Mas, las épocas cambiaron y un luctuoso suceso transformó la vida del Conde amargando sus últimos días. El caso fue como sigue: Su sobrino carnal Enrique Mendoza Lassavajeau, hijo de Carlos Alberto (su hermano) y de Leontina Lassavajeau Mendoza, su prima hermana nacida en Burdeos, fue asesinado a la salida del Teatro Olmedo por un peón de la hacienda del Conde, llamado Jacinto Carriel Pincay, que le asestó una soberana puñalada en el corazón, matándole de contado. Dicen que el asesino fue tomado prisionero porque no pudo correr, debido a que era la primera vez que usaba zapatos en su vida. Lo cierto fue que desde este incidente el Conde tuvo que defenderse en el juicio, enfermó y murió a poco.
PRIMER BALNEARIO DE AGUA DULCE
Hoy Vinces se distingue por su sabor antiguo, su regata anual y su río que propiamente es estero y que cuando llegan los meses de invierno se hincha con barriga hidrópica ofreciendo el más gallardo espectáculo que se puede imaginar. Sus riberas son de fina grava y arena las únicas del país y la ciudad tiene a su disposición un balneario de agua dulce con todas las comodidades del caso.
El Concejo Cantonal se ha preocupado de colocar paraguas y sombrillas y muchos puestos de bebidas y comidas típicas hacen las delicias de los concurrentes, bailándose por la tarde del domingo en una glorieta de estilo francés que existe en el malecón, bajo el egregio busto de Lorenzo Rufo Peña, que mira complacido como crece y prospera su población. Porque has de saber, caro lector, que el precio del cacao está subiendo de nuevo y se vienen mejores tiempos para San Lorenzo de Vinces, donde todavía se canta a lo antiguo el siguiente estribillo:
Permita Dios que reviente
Antes que cerveza beba.
Año nuevo, vida nueva
desde mañana… aguardiente.
Fuente: Biblioteca Rodolfo Pérez Pimentel