El suicidio de Medardo Angel Silva


Se ha escrito tanto de Silva y se ha dicho tan poco de él que aún cabe agregar algo nuevo sobre su vida y su trágico fin; los detalles concernientes a su último día se conocen casi en su totalidad, pero se ignoran las motivaciones que lo condujeron a tomar tan fatal resolución el 10 de Junio de 1919, a los 21 años recién cumplidos. Ese día, se levantó un poco agripado, salió a la calle y encontró a su amigo el poeta José María Egas con quien fue a una botica y compró medicinas para seis días pidiéndole un retrato de Oscar Wilde para ilustrar un artículo que tenía escrito y pensaba publicar la semana siguiente. Por la tarde estuvo en su chalet ubicado en Juan Pablo Arenas, se puso su traje negro, zapatos de charol y corbata de seda negra con rayas blancas, tomó un revólver Smith Wesson y fue sorprendido por su madre que entraba al cuarto, quien al verle el arma le preguntó: ¿Qué vas a hacer con eso? – Se lo devolveré a su dueño José Luis Ampuero Abadié, quien me lo prestó hace días en un paseo que hicimos a Vinces—fue la respuesta y dándole un beso en la frente se encaminó a la casa de su enamorada, una jovencita de no más de 16 años, casi vecina suya, a la que visitaba con frecuencia. Allí fue bien recibido por ella y su madre, departieron un rato, fueron hacia una salita interior para estar ambos a solas y comenzó a hablarle en clave, con frases casi sin sentido. Ella deseaba retornar a la sala principal donde había quedado su madre y lo invitaba a caminar hacia allí, momento que aprovechó el poeta para sacar el arma y se disparó detrás de la oreja, cayendo sobre el piso, pero agonizó con estertores por varios minutos y al finalmente quedó muerto.

Generalmente se ha dicho que Silva era obseso depresivo, que soñaba dormido y despierto con la muerte, a la que había bautizado con el nombre de «Hermana Tornera» en varios de sus más hermosos versos; pero Adolfo Simmonds que vivía en Quito desempeñando un puesto administrativo contó en cierta ocasión que Silva le había escrito pidiéndole empleo, porque necesitaba cambiar de ambiente, sufría de tuberculosis. Aquí tenemos una segunda causa aparente del suicidio, pero hay más, sobre las que nadie ha profundizado. Los Dres. Mauro Madero Moreira y Agustín Cueva Tamariz han escrito, cada cual por su cuenta, que Silva era un raro caso de genialidad, porque comenzó a escribir de 16 años en 1914, sin profesores ni lecturas, simplemente por intuición; en otras palabras, nació formado, no requería aprender, aprendió perse las reglas de la perceptiva literaria, redescubriendo los patrones poéticos de nuestra lengua que necesitaron de varios siglos para formarse en España. Así pues, en este tipo de genialidades donde nada es formal, es fácil hallar tendencias a la locura como en los casos de Nietchz o Van Goth, éste último también se suicidó, o ciertos tipos de esquizofrenia con tendencias paranoicas como en Napoleón o Hitler y seguir ahondando sería perder el tiempo con más ejemplos.

Tampoco debe desecharse la tesis de la sífilis, tan generalizada en la bohemia de su tiempo; recuérdese el caso de Pablo Palacios que ocurrió algo después o el de los famosos Caballeros Cruzados que contó Miguel Valverde en «Anécdotas de mi Vida». Aunque a Silva solo se le conoce su último amor, que más fue un escarseo romántico con una adolescente simplona y el que tuvo con la protegida de su casa llamada Angela Carrión Vallejo. Para el ambiente de entonces, estas dos aventuras podrían aceptarse como normales, nada extraordinarias.

Así pues, rechazando la sífilis quedan como causas aparentes de su suicidio la depresión natural y permanente del poeta, que se le presentó desde su niñez cuando veía pasar por delante de su chalet los cortejos fúnebres que iban al cementerio y luego se le agudizó con el tiempo; a esto se sumaría la tesis de la tuberculosis sostenida por Simmonds y la de la demencia, tímidamente presentada por Madero y por Cueva.

Silva nació en la pobreza peor de todas, aquella que no siendo miseria nos esclaviza a necesidades urgentes y perentorias, que a los seres de talento mortifican porque les impiden ser lo que deben ser. Años de infancia mustia, dentro del gris entorno de un barrio que aún hoy guarda algo de su mala fama de antaño. Músico sin profesores, poeta de la noche a la mañana, crítico de ojos abiertos a su tiempo, todo ello fue Silva en el tráfago fugaz de sólo 21 años. De chico jugando en el lodo, comiendo cuasi mendrugos, sin padre que lo guíe, contando únicamente con sus compañeritos de la escuela de la Filantrópica, la llamada Universidad del pueblo, porque sus graduados sólo salían artesanos.

De 15 años buscó la libertad económica y se enajenó en una imprenta, hizo de cajista, de corrector, de mandadero, de arreglista, de limpiador, de todo. En 1916 recibió el espaldarazo de un crítico mediocre, pero no lo suficiente para desconocer al genio que tenía por delante. Desde allí su ascenso fue vertiginoso y siendo el último de los de su generación en edad, se colocó el primero en devoción para el trabajo y en talento para el verso.

Mas todo aquello terminó al primer golpe de timón de la adversidad, cuando el poeta soñador salió a la vida y se topó con que la fama no necesariamente trae consigo la prosperidad y que en el pacato Guayaquil de su tiempo no habían puertas sociales abiertas al talento sino a los estronques, no a la virtud sino a la estulticia. Para colmos en 1919 se presentó malo el invierno, llovió mucho y fuerte, garuaba sobre todo. El poeta se entristeció más, ya no le importaba la fama dentro de su reducido cónclave de amigos poetas que todo se lo reconocían, aspiraba con nostalgia otras tierras, quizás a Citerea o a Lutecia, que lo iluminaban con su imaginario fulgor.

La época tampoco le era propicia. Europa gemía bajo el peso de la gran guerra y envuelta en la miseria que la asoló después. En el Ecuador las pestes diezmaron al cacao y a las gentes y el placismo había triunfado imponiendo su vulgaridad a todo nivel. Acababa de morir Carlos Concha en una Esmeraldas destruida a cañonazos y en Guayaquil don Pancho Urbina pontificaba entre sus iguales, sin darle la mano a nadie por temor al contagio y los microbios. Vientos de fronda avisaban que el socialismo y el fascismo irían al encuentro militar. ¿Qué podía hacer un poeta sensible y parlero, tan delicado como Silva? El atajo del suicidio era el único camino seguro, su constante diálogo con la muerte se lo venía señalando con insistencia, ¿A qué seguir oponiendo resistencia, si estaba predestinado a tal f in?.

Así pues, si empujado por la tuberculosis o por alguna otra enfermedad incurable, mas bien algún vicio literario y enervante, pero más que por ello, guiado de la mano por la hermana Tornera, la muerte, y quizá para poner fin a su locura depresiva, se suicidó aquel fatídico 10 de Junio de 1919, casi sin quererlo, avisando para ver si alguien lo detenía, pero equivocó de sujeto, porque su postrer mensaje no podía ser receptado por una jovencita de sólo 16 años recién salida de la etapa infantil y sin experiencia alguna en esas trampas de la vida. Después del tiro fatal el resto no importa. Silva pasó a la inmortalidad, aunque aún existen obsecados que opinan que no fue suicidio sino asesinato porque compró remedios para seis días y pidió prestada una fotografía de Wilde para exhornar un artículo, etc., y aún podríamos continuar estudiando las causas aparentes de su acción que son muchas, por ejemplo, el descubrimiento de un secreto de familia guardado celosamente por años. ¿Cómo siendo de tez de ébano, era hijo de padres blancos y que pasaban de la edad madura al momento de su nacimiento? Su padre era casi sesentón y su madre tenía 35 años. y 15 de matrimonio sin fertilidad. Mucho se ha hablado de una adopción que el poeta vislumbró como efectiva sólo al final de sus días, que será materia de futuras investigaciones y por ahora sólo cabe avisarlas.

Silva fue un poeta de soledades profundas. Hombre con cara de niño que vagó presuroso por encontrarse a sí mismo «¿Su impaciencia no lo permitió, su juventud le ofuscó!» Su figura era un si es no tétrica porque vestía de negro y era magro y de carnes trigueñas. Poeta tallado en ébano se le ha dicho después, sin embargo había algo en él que iluminaba su rostro, era su atractiva y subyugante simpatía, de charla fluida, sonora e impregnada de un dulce acento irónico, personalísimo, interrumpido a veces por el gracioso mohín de su fina y delicada boca de imberbe en que hacía sonrisa la más amarga paradoja o el pesimismo más lastimero.

Vivía solo, recogido en sí mismo, con su madre de única compañera aunque no era su confidente; en medio de la vulgaridad y de la mediocridad del ambiente, en un barrio extramuro y cercano al cementerio donde su alma de artista se revelaba continuamente, por ello era inconsolable y se sentía incomprendido. A más de esto había fracasado con su novelita «María Jesús» que no agradó porque era campesina, Eglógica y Rosa, mas bien propia de su juvenilia romántica y dulzona, carente de cimas o profundidades. A esto hay que agregar que no ganaba lo suficiente en «El Telégrafo Literario» donde lo explotaban con un sueldo de hambre, perdón, de periodista. No tenía ni siquiera un traje de etiqueta y estaba obligado a cubrir actos .sociales en los que requería smoking. En cierta ocasión debió asistir al «Olmedo» a espectar a la Pavlova con uno prestado por su amigo Manuel Eduardo Castillo; que por supuesto no le armaba sobre su cuerpo juncal, enflaquecido por vigilias de lectura y de bohemia -¿o por la tuberculosis?- y el poco comer. Este préstamo debió caerle como una bofetada en vivo rostro y al verse al espejo, casi hecho un mamarracho, debió sufrir en lo más íntimo de su amor propio, dada su condición de sensible esteta.

Más, por sobre estos aspectos villanos y vulgares de su vida cabe resaltar su monomanía con la muerte – se creía predestinado para morir joven y aceptó que cuando antes fuere sería mejor-. Por ello los días se le tornaron grises, las jornadas pesadas y un desabrimiento general invadió su alucinado cerebro. Y como Silva confiaba a la pluma sus confidencias, anunció su partida en Mayo de 1918 a través de la revista «Patria» con su composición «El Viaje» /Se que hay un negro país (¿Dónde?) al que iré algún día. Las estrellas desveladas me oyeron preguntar ¿Cuándo? Pero bien sé que nadie sobre la negra tierra, podrá decírmelo … La mensajera vendrá por mí, a cierta hora. ¿Quién eres? preguntará mi corazón. Ella, cubierta la faz por negros tules, nada responderá. Silenciosamente ha de sentarse en mi barca; tomará el gobernalle … Y partiremos.

Allí mencionó dos veces el color negro síntoma de una depresión que le iría en aumento y que fue tónica generalizada entre los poetas modernistas de su tiempo. Noboa y Caamaño a quien el suicidio también llamó varias veces a sus puertas, pero no contestó por razones de índole religiosa, es autor del verso titulado: «El Viajero y la sombra», que dice así: A los que hemos mirado -en una noche horrenda/a nuestra cabecera la faz de la ignorada/ puesto que comprendimos, se nos cayó la venda/y tenemos la conciencia de la sonrisa helada.

Para Agosto de ese año Silva empeoró y le dio por reiterar su deseo de morir y aun más, aclaró que lo hacía antes que la locura se apoderara de su enfermizo organismo -porque él intuía- que lo cubriría de sombras. Veía la muerte hasta en el rostro del ser amado, primero como imágen repentina, luego corno un delirio persecutorio. Era un vagaroso malestar que se le iba insinuando y acentuando con el paso de los días, brevemente al comienzo y luego a todas horas. Mas él no se defendía y aceptaba su trágico sino hasta con cierta alegría y delectación, corno si paladeara la muerte a hurtadillas y le gustara su sabor. Morosamente se aprestaba al viaje y para ello vestía siempre de negro, todo era de ese color, hasta la cinta «olmediana» de sus impertinentes y que sujetaba a su camisa pulquerrima y blanquísima.

¡Figura rara la del poeta, joven prematuramente envejecido a causa del negro de su envoltura, de su genialidad indiscutible y de la miseria del medio en que vivía. ¿Y qué decir de la incomprensión de la ciudad, de sus patronos y hasta de los críticos nacionales que seguían aplaudiendo las quejas bequerianas y las poesías marianas de nuestros anticuados y pedestres poetas?

Fuente: Biblioteca Rodolfo Pérez Pimentel

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